OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI |
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EL ALMA MATINAL |
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NACIONALISMO
E INTERNACIONALISMO1
Los
confines entre el nacionalismo y el internacionalismo no están aún muy
esclarecidos a pesar de la convivencia ya vieja de ambas ideas. Los
nacionalistas condenan íntegramente la tendencia internacionalista.
Pero en la práctica le hacen algunas concesiones a veces solapadas, a
veces explícitas. El fascismo, por ejemplo, colabora en la Sociedad de
las Naciones. Por lo menos no
ha
desertado de esta sociedad que se alimenta del pacifismo y del liberalismo
wilsonianos. Acontece,
en verdad, que ni el nacionalismo ni el internacionalismo siguen una línea
ortodoxa ni intransigente. Más todavía, no se puede señalar matemáticamente
dónde concluye el nacionalismo y dónde empieza el internacionalismo.
Elementos de una idea andan, a veces, mezclados a elementos de la otra. La causa de esta oscura demarcación teórica y práctica resulta muy clara. La historia contemporánea nos enseña a cada paso que la nación no es una abstracción, no es un mito; pero que la civilización, la humanidad, tampoco lo son. La evidencia de la realidad nacional no contraría, no confuta la evidencia de la realidad internacional. La incapacidad de comprender y admitir esta segunda y superior realidad es una simple miopía, es una limitación orgánica. Las inteligencias envejecidas, mecanizadas en la contemplación de la antigua perspectiva nacional,. no saben distinguir la nueva, la vasta, la compleja perspectiva internacional. La repudian y la niegan porque no pueden adaptarse a ella. El mecanismo de esta actitud es el mismo de la que rechaza automáticamente y apriorísticamente la física einsteiniana. Los internacionalistas —exceptuados algunos ultraístas, algunos románticos, pintorescos e inofensivos— se comportan con menos intransigencia. Como los relativistas ante la física de Galileo, los internacionalistas no contradicen toda la teoría nacionalista. Reconocen que corresponde a la realidad, pero sólo en primera aproximación. El nacionalismo aprehende una parte de la realidad; pero nada más que una parte. La realidad es mucho más amplia, menos finita. En una palabra, el nacionalismo es válido como afirmación, pero no como negación. En el capítulo actual de la historia tiene el mismo valor del provincialismo, del regionalismo en capítulos pretéritos. Es un regionalismo de nuevo estilo. ¿Por qué se exacerba, por qué se hiperestesia, en nuestra época, este sentimiento al que su ancianidad debía haber vuelto un poco más pasivo y menos ardiente? La respuesta es fácil. El nacionalismo es una faz, un lado del extenso fenómeno reaccionario. La reacción se llama, sucesiva o simultáneamente, chauvinismo, fascismo, imperialismo, etc. No es por azar que los monarquistas de L'Action Française son, al mismo tiempo, agresivamente jingoístas y militaristas. Se opera actualmente, un complicado proceso de ajustamiento, de adaptación de las naciones y sus intereses a una convivencia solidaria. No es posible que este proceso se cumpla sin una resistencia extrema de mil pasiones centrífugas y de mil intereses secesionistas. La voluntad de dar a los pueblos una disciplina internacional tiene que provocar una erección exasperada del sentimiento nacionalista que, romántica y anacrónicamente, querría aislar y diferenciar los intereses de la propia nación de los del resto del mundo. Los fautores de esta reacción califican al internacionalismo de utopía. Pero, evidentemente, los internacionalistas son más realistas y menos románticos de lo que parecen. El internacionalismo no es únicamente una idea, un sentimiento; es, sobre todo, un hecho histórico. La civilización occidental ha internacionalizado, ha solidarizado la vida de la mayor parte de la humanidad. Las ideas, las pasiones, se propagan veloz, fluida, universalmente. Cada día es mayor la rapidez con que se difunden las corrientes del pensamiento y de la cultura. La civilización ha dado al mundo un nuevo sistema nervioso. Trasmitida por el cable, las hondas hertziatias, la prensa, etc. toda gran emoción humana recorre instantáneamente el mundo. El hábito regional decae poco a poco. La vida tiende a la uniformidad, a la unidad. Adquiere el mismo estilo, el mismo tipo en todos los grandes centros urbanos. Buenos Aires, Quebec, Lima, copian la moda de París. Sus sastres y modistas imitan los modelos de Paquin. Esta solidaridad, esta uniformidad no sois exclusivamente occidentales. La civilización europea atrae, gradualmente, a su órbita y a sus costumbres a todos los pueblos y a todas las razas. Es una civilización dominadora que no tolera la existencia de ninguna civilización concurrente o rival. Una de sus características esenciales es su fuerza de expansión. Ninguna cultura conquistó jamás una extensión tan vasta de la Tierra. El inglés que se instala en un rincón del Africa lleva ahí el teléfono, el automóvil, el polo. Junto con las máquinas y las mercaderías se desplazan las ideas y las emociones occidentales. Aparecen extraña e insólitamente vinculadas a la historia y el pensamiento de los pueblos más diversos. Todos estos fenómenos son absoluta e inconfundiblemente nuevos. Pertenecen exclusivamente a nuestra civilización que, desde este punto de vista, no se parece a ninguna de las civilizaciones anteriores. Y con estos hechos se coordinan otros. Los Estados europeos acaban de constatar y reconocer, en la conferencia de Londres, la imposibilidad de restaurar su economía y su producción respectivas sin un pacto de asistencia mutua. A causa de su interdependencia económica, los pueblos no pueden, como antes, acometerse y despedazarse impunemente. No por sentimentalismo, sino por requerimiento de su propio interés, los vencedores tienen que renunciar al placer de sacrificar a los vencidos. El internacionalismo no es una corriente novísima. Desde hace un siglo, aproximadamente, se nota en la civilización europea la tendencia a preparar una organización internacional de la humanidad. Tampoco es el internacionalismo una corriente exclusivamente revolucionaria. Hay un internacionalismo socialista y un internacionalismo burgués, lo que no tiene nada de absurdo ni de contradictorio. Cuando se averigua su origen histórico, el internacionalismo resulta una emanación, una consecuencia de la idea liberal. La primera gran incubadora de gérmenes internacionalistas fue la escuela de Manchester. El Estado liberal emancipó la industria y el comercio de las trabas feudales y absolutistas. Los intereses capitalistas se desarrollaron independientemente del crecimiento de la nación. La nación, finalmente, no podía ya contenerlos dentro de sus fronteras. El capital se desnacionalizaba; la industria se lanzaba a la conquista de mercados extranjeros; la mercadería no conocía confines Y pugnaba por circular libremente a través de todos los países. La burguesía se hizo entonces librecambista. El libre-cambio, como idea y como práctica, fue un paso hacia el internacionalismo, en el cual el proletariado reconocía ya uno de sus fines, uno de sus ideales. Las fronteras económicas se debilitaron. Y este acontecimiento fortaleció la esperanza de anular un día las fronteras políticas. Sólo Inglaterra —el único país donde se ha realizado plenamente la idea liberal y democrática, entendida y clasificada como idea burguesa llegó al librecambio. La producción, a causa de su anarquía, padeció una grave crisis, que provocó una reacción contra las medidas librecambistas. Los estados volvieron a cerrar sus puertas a la producción extranjera para defender su propia producción. Vino, un periodo proteccionista, durante el cual se reorganizó la producción sobre nuevas bases. La disputa de los mercados y las materias primas adquirió un agrio carácter nacionalista. Pero la función internacional de la nueva economía volvió a encontrar su expresión. Se desarrolló gigantescamente la nueva forma del capital, el capital financiero, la finanza internacional. A sus bancos y consorcios confluían ahorros de distintos países para ser invertidos internacionalmente. La guerra mundial desgarró parcialmente este tejido de intereses económicos. Luego, la crisis post-bélica reveló la solidaridad económica de las naciones, la unidad moral y orgánica de la civilización. La burguesía liberal, hoy como ayer, trabaja por adaptar sus formas políticas a la nueva realidad humana. La Sociedad de las Naciones es un esfuerzo, vano ciertamente, por resolver la contradicción entre la economía internacionalista y la política nacionalista de la sociedad burguesa. La civilización no se resigna a morir de este choque, de esta contradicción. Crea, por esto, todos los días, organismos de comunicación y de coordinación internacionales. Además de las dos Internacionales obreras, existen otras internacionales de diversa jerarquía. Suiza aloja las "centrales" de más de ochenta asociaciones internacionales. París fue, no hace mucho tiempo, la sede de un congreso internacional de maestros de baile. Los bailarines discutieron ahí, largamente, sus problemas, en múltiples idiomas. Los unía, por encima de las fronteras, el internacionalismo del fox-trot y del tango.
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